miércoles, 3 de febrero de 2010

SOY PAQUITA (El diván literario)

Miguel Ángel Avilés
avilesdiván@hotmail.com
Me acuerdo cuando en el 2006 se pusieron de moda los cuellos ortopédicos. Mi amiga Paquita trajo por buen tiempo uno y no perdía ocasión para hablarnos, según ella con gran elocuencia, de su esguince cervical.
Paquita no sabía que era eso porque nunca se le dio lo del estudio pero durante varias semanas anduvo muy estiradita como jirafa vendada.
Génesis, una amiga en común, me dijo que no le creyera nada. Que en realidad lo del choque era una vil mentira. Lo que pasa es que no hallaba como destacar el fin de semana en el boulevard y entonces inventó lo del choque por alcance.
A su papá le contó, atribulada, que anoche por poco y se matan cuando venían de la escuela pero de no haber sido por Alexis, su novio, la verdad, papito, no te lo estuviera contando.
“A tiempo escuché que me gritó: ¡el carro babosa!!! y yo nomás frené con los ojos cerrados y sentí el golpe. Alexis se puso guapo con los policías y con el señor del otro carro. De lo contrario ahorita te estuviéramos hablando desde la comandancia para que fueras a sacarnos.”, dijo Paquita, con excelso dramatismo.
Su papá le creyó todo. Ese mismo día fueron con el médico y ella llegó al consultorio diciendo que traía un dolor insoportable en la nuca. “A de ser un esguince” diagnosticó compungida mientras su papá y el médico le ayudaban con sumo cuidado a subirse a la camilla para revisarla.
Paquita era hija única. Sus padres la habían tenido ya muy grandes cuando las esperanzas de un embarazo estaban por perderse. El señor, don Justiniano Paredones y de Castro (así solía presentarse ante la gente) laboró toda su vida en el servicio público y hoy, recién jubilado, ocupaba sus horas como gestor para que no le ganara la tiricia, según decía, pero entre otras cosas también para completar los gastos que originaban los estudios de su hija en esa Universidad privada. La señora, doña Flor de Paredones, mujer de fina estampa y de impostada alcurnia, lisa como una tabla, pasaba la mayor parte del día volando en su carro legalizado y brincando de casa en casa para vender zapatos en abonos entre sus amigas.
Este esfuerzo familiar había conseguido que Paquita no careciera de nada para vivir. Que no pidiera Paquita que no estuviera de inmediato frente a ella. Creció rodeada de mimos y de infinitas complacencias; Un llanto de Paquita era una orden castrense para que papá y mamá estuvieran como un rayo a su lado.
Así creció Paquita en medio del orgullo y de la adulación de sus padres. Ella supo responderles y los llenó de dicha cada vez que pudo. Doña Flor todavía parece verla en la explanada del Osito Mandarín, su kinder, vestida de Oruga y dando unos brincos disparejos junto aquellos niños que no atinaban a encontrarle el ritmo a esa canción.
Paquita cursó la primaria en el castillo del rigor y del tormento. Sus padres coincidieron en que lo mejor para su hija era ese Colegio recién estrenado que ofrecía como el gran remedio educativo la enseñanza de valores y el dominio garantizado del idioma ingles.
Con desbordante orgullo, don Justiniano iba y dejaba a Paquita y ella se bajaba corriendo de aquel carro que lucia en su vidrio delantero las calcomanías de la organización que amparaba a los dueños de los carros ilegales.
Paquita entraba arqueada llevando en su espalda esa enorme mochila en cuyo interior iba casi una papelería entera. El edificio de color azul y recién construido, contaba con un filtro a la entrada y luego un pasillo largo, muy largo que te llevaba a los salones.
En el filtro siempre te encontrabas con Miss Virginia, la directora, una mujer entrada en años, pero con una belleza que no era capaz de ocultarse en ese hábito que portaba.
Paquita nunca la pudo olvidar, menos olvidaba las veces que la detuvo en el filtro de la entrada porque sus papás no habían pagado la colegiatura. Ella se sentía como una pulga que aplastaban mientras que, en tumulto, los que no tenían ningún retraso en sus mensualidades, pasaban junto a ella indiferentes, como un tropel de búfalos desbocados.
Eso y más quedaron tatuados en la memoria de Paquita. Miss Pingüino, como le decían los alumnos, dirigió ese Colegio por mas de diez años y durante ese tiempo la disciplina fue la constante para todo el alumnado.
Paquita, por supuesto, nada más estuvo seis, los suficientes para entender que aquello que habían elegido sus papás como la mejor alternativa distaba mucho de ser la garantía para alcanzar la erudición.
Claro que eso no lo gritó para que vinieran en su auxilio y la rescataran de ese suplicio. Por el contrario, salvo los chascos en el filtro de la entrada cuando no habían pagado su colegiatura, el resto, el transporte escolar en autobuses de lujo, el impecable uniforme de falda a cuadros, los concursos deportivos con otros colegios, la capilla en el propio terreno, las inmaculadas maestras que venía a ser la parafernalia del colegio, eran herramientas muy útiles a la hora de apantallar con su presunción de niña bien a sus amigas del barrio.
En eso, Don Justiniano y doña Flor eran sus mejores aliados Ante los papás de sus amigas, los suyos se convertían en unos pavoreales cada vez que hablaban de su hija. Abordaban el tema premeditadamente y presumían a quemarropa estas ventajas que, según ellos, le significaba tener allí a Paquita.
Esto fue un acicate para la niña pues, a pesar de las maldiciones que pudo echar en contra de miss Pingüino por la disciplina que imponía, el resto lo compensaba sintiéndose parte de aquel círculo de amigas con quienes convivía en el salón y con las cuales intentaba competir a cada instante.
Así, según las circunstancias que se le fueran presentando, Paquita tuvo que decir que ella también conocía Las Vegas, que muy pronto iría con sus papás a Europa, que a finales de año cambiarían de carro, que a su perra la habían comprado en una veterinaria y no que se la había regalado una tía a quien no le gustaban las hembras, que su casa eran de dos plantas con cochera al frente y no una de interés social que aun debían.
Esa tormenta de invenciones tuvo que construir Paquita para sobrevivir en aquel mundo ajeno y no ser excluida de las fiestas, o de la comida en casa de una amiga o de los paseos que hacían cada fin de cursos a un renombrado centro recreativo de la ciudad.
Hay veces que se le vienen a la mente esos días, sobre todo aquel donde tuvo que apelar a un dolor de estómago cuando todos decidieron hacerle una fiesta sorpresa a las maestra de la materia de Valores, Miss Olga, en un lujoso restauran de comida francesa.
Entonces se excusó diciendo que le había caído mal una langosta que comió y que mejor prefería quedarse en casa viendo una película en su nueva televisión de plasma.
Ese día también lo recuerda porque llegó muy triste a su casa por no haber ido a esa comida y su mamá, tratándola de consolar, le dio la sorpresa de que había preparado unos ricos quelites con arroz blanco especialmente para ella.
Entre esos aprietos y ahogos creció Paquita. Cuando se graduó de la primaría fue verdaderamente un gozo pero a la vez un alivio que experimentaba a solas porque ante sus padres y sus compañeros de grupo lucía llena de dicha y orgullo por haber pertenecido a esa generación y por supuesto a ese plantel tan de renombre.
Paquita, sin embargo, escondió la dulzura quien sabe donde y como si hubiera sufrido un exorcismo, pasó de ser una niña atormentada por las inclemencias de su vida a una señorita vestida por la autosuficiencia y el encono, la petulancia y la altivez que no en pocas ocasiones le acarreó aborrecimientos y rivalidades con sus nuevos compañeros de secundaria.
Eso le costó que buena parte de su grupo muy pronto le aplicara la ley del hielo tanto a ella como a cinco amigas más de similar perfil que no perdían oportunidad para sojuzgar con cualquier detalle a quien se les pusiera enfrente.
Don Justiniano y doña Flor también padecieron el nuevo temperamento de Paquita. Lo vivieron en su casa y lo vivieron cuando la llevaban al Colegio. Allá le fastidiaba la comida y les reprochaba la fachada de su recámara o la marca de sus tenis o la falta de una computadora. Acá les pedía que ya vendieran ese carro o que le compraran uno propio.
Todo esto le resultaba muy útil cuando sus papás la cuestionaban por sus bajas calificaciones. Una vez les llegó a decir que la habían reprobado en no se que materia porque no llevó una Lap Top como el resto de sus compañeros de salón. Sus padres compraron el engaño, se sintieron apenados, empeñaron sus anillos de matrimonio y de inmediato fueron a Telmex para sacarle una en abonos.
Don Justiniano amenazó con ir con la maestra responsable para pedirle disculpas a nombre de su hija. Paquita lo paró en seco y le exigió que por ningún motivo se les fuera ocurrir visitar el plantel para interceder por ella.
Esa era la Paquita que tanto en su casa como en la escuela conocían. Porque he de decirles que una vez encerrada en su cuarto donde podía pasarse horas sin que permitiera ni una molestia, Paquita cruzaba el umbral de su otro mundo y rumiaba para sí la impotencia que sentía de vivir con esa mascarada en todo momento y ante toda la gente. Se colocaba sus audífonos y ahí, acostada en su cama, musicalizaba su soledad y tarareaba por horas su escondido sufrimiento. De vez en cuando, corría las cortinas y se ponía a contemplar por la ventana ese otro mundo, un espejo donde no se reflejaba.
Entonces, sólo entonces, dejaba correr una lágrima la cual se deslizaba por esas mejillas habitadas por múltiples barros tan maldecidos por la vanidad de Paquita.
Don Justiniano y Doña Flor, uno de allá para acá tramitando placas y correteando licencias, la otra vuelta loca con el carro lleno de zapatos visitando a sus amigas, bordaban, temerosos, un pronóstico para los contrastes que veían en su hija y terminaban atribuyéndole todo a su adolescente desarrollo.
Pero el techo se les vino encima cuando la niña exigió su quinceañera. El zarpazo de Paquita los sorprendió una mañana a la hora del desayuno. Don Justiniano se puso blanco y miró a doña Flor como pidiéndole auxilio quien del puro agobio se derramó aceite caliente en una mano.
Don Justiniano se echó al agua con un préstamo y Paquita pudo cumplir así su sueño. Esa noche llovió torrencialmente y la ceremonia del vals cantado por Chayanne desde una bocina de música programada, se llevó a cabo en esa pista de baile que parecía alberca. Paquita, armada en cólera, maldijo una y otra vez a la naturaleza y a cuanto pudo, por haberle arruinado una de los momentos mas esperados de su vida.
Esta ceremonia tuvo lugar el mismo año que Paquita dejaría la secundaría. De haberles entregado las calificaciones finales antes del jolgorio, a la recién festejada quinceañera no le hacen ni la misa.
Por la cabeza de don Justiniano ya había pasado la idea de ponerla en una preparatoria pública. Su esfuerzo estaba llegando al límite. Pero las calificaciones de Paquita y el grito en el cielo que pegó doña Flor cuando le insinuó que había llegado la hora de sacar a la niña de aquel colegio, lo condenaron irremediablemente a continuar en el suplicio.
Hagan lo que ustedes quieran dijo don Justiniano y diciendo esto, azotó la puerta y salió encolerizado. Paquita y doña Flor nomás se vieron y hasta ellas llegó el rechinar de las llantas cuando el carro se alejaba de la casa.
Esta enfurecida, la mas severa que le habían visto en muchos años, sirvió, en apariencia, como una sacudida en una y en la otra. La mamá planeó, sin decir palabra, la manera siempre infalible de ponerlo feliz cuando estuvieran a solas. La hija prometió mayores esfuerzos para estudiar mucho.
La euforia les duro casi dos meses. A don Justiniano se le vio sonriente y se dijo convencido que valía la pena tirarse a matar a diario con tal de que su criatura llegara a la cima del éxito, algo que tarde que temprano alcanzaría poniendo muy en alto el apellido Paredones.
A Paquita le había sentado bien el desarrollo; tanto que de los barros en la cara sólo quedaban unas pequeñas grietas rojas e insignificantes que poco a poco se fue quitando con pomada de la campana y mascarillas de jabón palmolive con azúcar. A juzgar por las miradas de los hombres del salón su figura no era para pasar desapercibida. El pelo le creció hasta los hombros y se lo empezó a lavar con manzanilla para verse nórdica como sus amigas, las caderas embarnecieron y sus ojos de miel resaltaban junto a esas largas pestañas. Su vaivén al andar no era sino la provocación de quien se sabía bella y deseable por esas miradas varoniles que no la dejan de ver cada vez que se podía.
Estaría en el patio del Colegio cuando sus ínfulas fueron a dar al piso al ver llegar a la directora acompañada de una mujer que a pesar de los años conservaba esa belleza que se acentúa con la madurez y los cuidados. Miss Pingüino estaba frente a ella ahora como la nueva directora del tercer nivel.
Trató de anteponer el disimulo y voltiose de espaldas para seguir con la bulliciosa plática que tenia con sus amigas. Pero una voz que ella mismo sintió como si viniera del más allá, la interrumpió:
¡¡ Francisca Paredones!!! Exclamó con escandaloso acento Miss Pingüino.
Paquita dio la vuelta sólo para mostrar, sin más remedio, una cara fosforescente donde confluyeron por un instante ciento de emociones.
¡Miss Virginia!!! Contraatacó ella, con igual sorpresa, y sin poderlo evitar de pronto se vio en el filtro de la primaria, detenida y ametrallada por las quejas de Miss Pingüino y su inapelable decisión de no dejarla entrar hasta que sus padres se pusieran al corriente con los pagos.
Se rafaguearon con preguntas y ambas-con una dulzura infinita- se desearon parabienes. Ahí fue cuando paquita probó por vez primera la dulzura de un cigarro. Les arrebató uno a sus amigas que se le fumaban a escondidas, no entró a clases y se refugió en un mutismo que le duró hasta el día siguiente.
Doña Flor y su marido la vieron ojerosa y sin mediar interrogación alguna, concluyeron que se debía a la carga de los exámenes finales.
El estilo personal de Miss pingüino comenzaba a tener presencia en esa prepa: ya no mas minifaldas, ya no ninguna gorra, ya no el cabello largo o pintado en los varones, ya no mas morosos en el pago de la colegiatura.
“Miss Virginia es una puta” leyeron atónitos varios alumnos y algunos profesores que llegaron antes que cualquiera esa mañana. Ahí estaba la leyenda escrita por fuera de uno de los salones que se encuentran a la entrada.
La osadía causó conmoción en el plantel entero. Miss Pingüino mandó borrar la ofensa y trató de ocultar el episodio. Ajustó la disciplina y tomó medidas que para ella resultarían aleccionadoras. Corrió a dos jóvenes porque llegaron con el cabello pintado de verde y advirtió que no volvería a pisar esa escuela todo aquel al que se le encontrara fumando.
Santo remedio.
El plantel entero pareció enderezar el rumbo y esto dejó dormir en paz a Miss Pingüino.
*****
Pasan de las ocho de la noche. Paquita escucha su música y, pensativa, le echa un vistazo al techo. Luego se para y se queda quieta mientras ve por la ventana. No puede dormir. Desde hace días papá y mamá no le preguntan nada sobre la escuela. Sabe que pronto acabará el bachillerato y la verdad no tiene idea para donde va agarrar.
¡¡¡Mis Pingüino es una Zorra!!
Ahí, en la entrada del platel y escrito en una cartulina, la agresión se refrendaba.
Paquita, retraída, entregó a sus padres lo que enviaban de la escuela.
El fin de la preparatoria había llegado. Don Justiniano leyó la invitación para la clausura, la abrazó y le hizo de nuevo la promesa de darle un carro. Doña Flor terció y se soltó llorando.
Esa noche Paquita tuvo pesadillas. Se soñó bailando vestida de Oruga y dando unos brincos disparejos. Miss Pingüino la veía y se burlaba de ella. Paquita despertó sobresaltada cuando clarito sintió que su mamá le tomaba de la mano y se despedía de ella para siempre. Se volvió a quedar dormida y no despertó hasta que su papá tocó a la puerta.
Él y doña Flor le traían una sorpresa. Le vendaron los ojos y la llevaron al patio. Ahí la descubrieron y Paquita casi se desmaya cuando ve frente a sí un jeep también legalizado.
En el irían días después a la clausura.
Paredones López Francisca de la Flor, anunció el maestro de ceremonias y ellos se levantaron como resortes para aplaudirle a su hija desde los últimos asientos del auditorio.
Al baile no fueron don Justiniano y doña Flor porque Paquita les dijo que no podían ir los padres.
Pasó por ella Alexis, otro de los graduados y volvió hasta las cuatro de la mañana.
Durante la vacaciones ellas los convenció para que la inscribieran en la misma universidad a la que entrarían sus mejores amigas y desde luego Alexis. Doña Flor le dijo que no se le pudo haber ocurrido mejor idea y esa misma noche, a su manera, se encargó de arrancarle el sí a don Justiniano.
Ahí tienen entonces que Paquita entró a la Universidad.
Alexis, para entonces su novio, fue el maestro de tiempo completo en sus clases de manejo, tanto que el muchacho se adueñó del jeep casi por dos meses.
Él fue el que los llevó y los trajo con el doctor cuando Paquita inventó lo del esguince. Don Justiniano para estas fechas había tenido que vender su antiguo carro para pagar la colegiatura y le pidió a su yerno, quien todavía no soltaba el jeep, que por favor pasara por su hija para que la llevara a la universidad.
Paquita anduvo varios días muy alzada gracias a ese estorboso cuello. Era apenas su primer semestre en la carrera de Ciencias de la comunicación. Muy pronto mi hija saldrá en la tele, advertía henchida doña Flor. Pero todavía le faltaban cuatro años para eso, porque, como les decía al principio, en ese entonces andamos por el 2006.
No pasó ni una semana para que se olvidara del esguince. A los días salió con que necesitaba frenos y queriendo o no convenció a Don Justiniano para que la llevara con un dentista y se los adaptaran.
Ahora viaja feliz en el Jeep en compañía del Alexis, pelando los dientes adornados con incómodos trozos de fierro. Pero no quiere manejar, asevera, hasta que papá le compre un lujoso celular de manos libres.

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