Miguel Ángel Avilés
avilesdiván@hotmail.com
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El lenguaje, ese gran río de palabras, puede ser un disparo hermoso que infaliblemente va y pega con dolorosa dulzura en pleno corazón.
Un libro es una contemplación: agua en el fondo, agua inevitable que al asomarnos a él, nos pone frente a nuestro propio reflejo.
Los Fantasmas de Douglas, de Virginia Hernández, es un libro de cuentos pero también puede ser una obra en once actos que después de la tercera llamada nos coloca frente a frente con esa atmósfera que recubre al proceso migratorio y que va desde la nostalgia, el destierro, la ilusión, los sueños, la indolencia, el espejismo, la muerte.
Es el contar, a través de historias duras, la intentona, siempre inclemente, casi nunca con final feliz, de esas criaturas que han liado sus bártulos allá en la tierra del nacimiento y del sentimiento, con la sola idea de llegar a la frontera, moverse en la frontera, pasar por la frontera, parapetarse en algún lugar de la frontera o cruzar hacia el otro lado por la frontera.
Sí, la frontera: esa que ha de verse, en efecto, como la colindancia que divide a la adversidad mexicana del porvenir norteamericano, pero, sobre todo, como la última apuesta y la última esperanza de algunos para encontrar el sosiego económico perdido en su propio país. Irse, esperar, estacionarse, pernoctar, regresar o quedarse: en esta baraja de opciones esta la disyuntiva que se guarda a veces indefinidamente en la maleta repleta de quimeras que pesa en sus alforjas. Otros, no se si los mas, que también buscaban esto, lo único que encuentran es la muerte.
En estos cuentos brota, salta y está a la vuelta de cada página un combustible que les es común: la necesidad, que no ilegalidad, ese escurridizo concepto atribuido a los migrantes para confrontarlos, como si fueran sus caras, contra un sol ardiente: esa legalidad aparentada, una legalidad ficción, una legalidad podrida, agrietada que representa en escena una gran farsa donde dos actrices, la nación y la justicia, ejecutan un dialogo como escrito ex profeso, para dos envejecidas putas.
Compromiso, indignación, defensa, combate en el frente de batalla. Nudo en la garganta, denuncia, reporte o saldo de los daños de lo que hemos sido, de lo que estamos siendo en el iracundo tema de los migrantes. Todo esto pudiera ser este éxodo de historias que marchan rumbo al norte en un trote solitario, árido e infecundo pero que gracias a la prosa liviana, verosímil, diáfana y, creo que vale decirse, sabrosamente Rulfiana, esquivan la seductora trampa del panfleto y enderezan el rumbo hacia ese oasis fresco y dulce donde siempre abrevará con gozo la buena literatura.
Quien de los dos sufre mas pena: ¿el que se va o el que se queda? entona con añoranza esa canción y antes de responder uno mismo con pedante análisis, Cesar Vallejo emigra desde su tumba como ánima, como fantasma y obsesionado como siempre ante el problema de la vida y de la muerte, el poeta me echa una manita ofrendándome con delicadeza su sapiencia solidaria:
“Y yo te digo: Cuando alguien se va alguien queda. El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo. Únicamente está solo, de soledad humana, el lugar por donde ningún hombre ha pasado.”
Ir rumbo al norte es ir cargando con un retrovisor sobre nuestra propia vida a cuestas que nunca dejas de ver. En el primer cuento nombrado Miramar, es un hombre a la mitad del río el que lleva en ancas ese pasado para contarle los recuerdos como una última canción de cuna a su hijo Chinto que no lo sabe o no lo quiere saber muerto como él quedará después, luego, enseguidita, a poco rato de que las balas han dado en el blanco:
“Mira, mijo, como se ven las luces de la ciudad; si hasta parecen luceros colgados del firmamento. Como racimos de mangos.”
“¿Te acuerdas de los mangotes que daba el árbol del camino a Miramar? Eran de lo de Gertrudis Sánchez. La ramas salían a encontrarnos al camino…y pos si a los mangos se les antojaba cruzarse los linderos, uno no tenía la culpa.”
¿Dónde están situados cada uno de estos hechos? ¿Dónde los cuentos de Los Ángeles, Calera, Huachinango, Puré, Misa de seis, El desierto, Tecún Umán (la pequeña Tijuana), La Cacería, El hombre en el río? ¿Dónde está lo corpóreo, el espíritu, los huesos hechos polvo, el recuerdo, la memoria, el olvido, el riesgo, el sacrificio, los deseos y las ansias de Juan, de Alminta Peinado, Paz Monteón, Don Ladislao, sus demás hijos. Donde el último respiro y donde la última exhalación de Albita de dos años y Jaime de Siete, de la propia voz del Desierto, del Padre Felicitas, de Rubén cazado a mordidas por lo perros y rematado con un balazo en el pescuezo por esos hombres de español masticado montados a caballo; o de Lupe el niño-adolescente que desde Veracruz se vino de trampita en los trenes o de aventón en los camiones hasta la frontera y un día, luego de guarecerse con otros mas en un galerón oscuro como su final, fue encontrado muerto en el desierto de Arizona “con claros indicios de haber sido violado numerosas veces”.
“Todos han partido de la casa, en realidad, pero todos se han quedado en verdad. Y no es el recuerdo de ellos lo que queda, sino ellos mismos. Y no es que ellos queden en la casa, sino que continúan en la casa” me responde de nuevo el propio Vallejo y se va volando quien sabe a que refugio.
Yo, mientras tanto, diviso un cielo azul grisáceo que se entiende por toda la orilla de Tijuana, de Nogales, de Piedras Negras, de Juárez, de Laredo, de Reynosa y siento la llegada de un vientecito fresco y sureño de esos que hay allá por Zacatecas, por Jalisco, por Guanajuato, por Ciudad Hidalgo Chiapas.
Y cuando señalo a esta última se aparece retadora, pesadamente frente a mí, la descomunal seño Torina, la de Guaraparí, indolente lenona de Tecún Umán, uno de los principales centros de prostitución de Centroamérica.
Tecún Umán, sí, ahí donde también habita “el Tambuco”, un hombre negro de lamosos dientes disparejos, con severo retrazo mental que un una vez llego de las Antillas y que ahora se afana como enterrador.
Estas son algunas de las criaturas que se alojan en el libro de Virginia Hernández, una autora que contrario a lo que hacia el Tambuco con los muertos, ella, convertidos en fantasmas, los exhuma y nos los presenta en carne viva a través de estos relatos.
Están ahí, en fila como yendo a la tierra prometida y justo en medio de todos partiendo el libro en dos, como muro, como franja, como malla, como un río bravo creciente y sumamente peligroso, está ese cuento que obvié con intención líneas arriba: Southwest, el que deja constancia del hombre blanco personificados por esos rancheros de Douglas que apuntan hacia el sur con sus rifles de caza entre las manos.
Estos cuentos, sin duda, pueden leerse como un palindroma literario. Inícielos de norte a sur o de sur a norte. En ambos polos, aun con el dolor que los parió, estará esperando al lector una frontera: La belleza.
María Elena López Ramírez a quien la autora dedica el libro, nuevamente ahora puede sentirse satisfecha: su hija, Virginia Hernández, le ofrece con esta obra, una prueba irrefutable mas de que le aprendió a imaginar sin miramientos.
Un libro es una contemplación: agua en el fondo, agua inevitable que al asomarnos a él, nos pone frente a nuestro propio reflejo.
Los Fantasmas de Douglas, de Virginia Hernández, es un libro de cuentos pero también puede ser una obra en once actos que después de la tercera llamada nos coloca frente a frente con esa atmósfera que recubre al proceso migratorio y que va desde la nostalgia, el destierro, la ilusión, los sueños, la indolencia, el espejismo, la muerte.
Es el contar, a través de historias duras, la intentona, siempre inclemente, casi nunca con final feliz, de esas criaturas que han liado sus bártulos allá en la tierra del nacimiento y del sentimiento, con la sola idea de llegar a la frontera, moverse en la frontera, pasar por la frontera, parapetarse en algún lugar de la frontera o cruzar hacia el otro lado por la frontera.
Sí, la frontera: esa que ha de verse, en efecto, como la colindancia que divide a la adversidad mexicana del porvenir norteamericano, pero, sobre todo, como la última apuesta y la última esperanza de algunos para encontrar el sosiego económico perdido en su propio país. Irse, esperar, estacionarse, pernoctar, regresar o quedarse: en esta baraja de opciones esta la disyuntiva que se guarda a veces indefinidamente en la maleta repleta de quimeras que pesa en sus alforjas. Otros, no se si los mas, que también buscaban esto, lo único que encuentran es la muerte.
En estos cuentos brota, salta y está a la vuelta de cada página un combustible que les es común: la necesidad, que no ilegalidad, ese escurridizo concepto atribuido a los migrantes para confrontarlos, como si fueran sus caras, contra un sol ardiente: esa legalidad aparentada, una legalidad ficción, una legalidad podrida, agrietada que representa en escena una gran farsa donde dos actrices, la nación y la justicia, ejecutan un dialogo como escrito ex profeso, para dos envejecidas putas.
Compromiso, indignación, defensa, combate en el frente de batalla. Nudo en la garganta, denuncia, reporte o saldo de los daños de lo que hemos sido, de lo que estamos siendo en el iracundo tema de los migrantes. Todo esto pudiera ser este éxodo de historias que marchan rumbo al norte en un trote solitario, árido e infecundo pero que gracias a la prosa liviana, verosímil, diáfana y, creo que vale decirse, sabrosamente Rulfiana, esquivan la seductora trampa del panfleto y enderezan el rumbo hacia ese oasis fresco y dulce donde siempre abrevará con gozo la buena literatura.
Quien de los dos sufre mas pena: ¿el que se va o el que se queda? entona con añoranza esa canción y antes de responder uno mismo con pedante análisis, Cesar Vallejo emigra desde su tumba como ánima, como fantasma y obsesionado como siempre ante el problema de la vida y de la muerte, el poeta me echa una manita ofrendándome con delicadeza su sapiencia solidaria:
“Y yo te digo: Cuando alguien se va alguien queda. El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo. Únicamente está solo, de soledad humana, el lugar por donde ningún hombre ha pasado.”
Ir rumbo al norte es ir cargando con un retrovisor sobre nuestra propia vida a cuestas que nunca dejas de ver. En el primer cuento nombrado Miramar, es un hombre a la mitad del río el que lleva en ancas ese pasado para contarle los recuerdos como una última canción de cuna a su hijo Chinto que no lo sabe o no lo quiere saber muerto como él quedará después, luego, enseguidita, a poco rato de que las balas han dado en el blanco:
“Mira, mijo, como se ven las luces de la ciudad; si hasta parecen luceros colgados del firmamento. Como racimos de mangos.”
“¿Te acuerdas de los mangotes que daba el árbol del camino a Miramar? Eran de lo de Gertrudis Sánchez. La ramas salían a encontrarnos al camino…y pos si a los mangos se les antojaba cruzarse los linderos, uno no tenía la culpa.”
¿Dónde están situados cada uno de estos hechos? ¿Dónde los cuentos de Los Ángeles, Calera, Huachinango, Puré, Misa de seis, El desierto, Tecún Umán (la pequeña Tijuana), La Cacería, El hombre en el río? ¿Dónde está lo corpóreo, el espíritu, los huesos hechos polvo, el recuerdo, la memoria, el olvido, el riesgo, el sacrificio, los deseos y las ansias de Juan, de Alminta Peinado, Paz Monteón, Don Ladislao, sus demás hijos. Donde el último respiro y donde la última exhalación de Albita de dos años y Jaime de Siete, de la propia voz del Desierto, del Padre Felicitas, de Rubén cazado a mordidas por lo perros y rematado con un balazo en el pescuezo por esos hombres de español masticado montados a caballo; o de Lupe el niño-adolescente que desde Veracruz se vino de trampita en los trenes o de aventón en los camiones hasta la frontera y un día, luego de guarecerse con otros mas en un galerón oscuro como su final, fue encontrado muerto en el desierto de Arizona “con claros indicios de haber sido violado numerosas veces”.
“Todos han partido de la casa, en realidad, pero todos se han quedado en verdad. Y no es el recuerdo de ellos lo que queda, sino ellos mismos. Y no es que ellos queden en la casa, sino que continúan en la casa” me responde de nuevo el propio Vallejo y se va volando quien sabe a que refugio.
Yo, mientras tanto, diviso un cielo azul grisáceo que se entiende por toda la orilla de Tijuana, de Nogales, de Piedras Negras, de Juárez, de Laredo, de Reynosa y siento la llegada de un vientecito fresco y sureño de esos que hay allá por Zacatecas, por Jalisco, por Guanajuato, por Ciudad Hidalgo Chiapas.
Y cuando señalo a esta última se aparece retadora, pesadamente frente a mí, la descomunal seño Torina, la de Guaraparí, indolente lenona de Tecún Umán, uno de los principales centros de prostitución de Centroamérica.
Tecún Umán, sí, ahí donde también habita “el Tambuco”, un hombre negro de lamosos dientes disparejos, con severo retrazo mental que un una vez llego de las Antillas y que ahora se afana como enterrador.
Estas son algunas de las criaturas que se alojan en el libro de Virginia Hernández, una autora que contrario a lo que hacia el Tambuco con los muertos, ella, convertidos en fantasmas, los exhuma y nos los presenta en carne viva a través de estos relatos.
Están ahí, en fila como yendo a la tierra prometida y justo en medio de todos partiendo el libro en dos, como muro, como franja, como malla, como un río bravo creciente y sumamente peligroso, está ese cuento que obvié con intención líneas arriba: Southwest, el que deja constancia del hombre blanco personificados por esos rancheros de Douglas que apuntan hacia el sur con sus rifles de caza entre las manos.
Estos cuentos, sin duda, pueden leerse como un palindroma literario. Inícielos de norte a sur o de sur a norte. En ambos polos, aun con el dolor que los parió, estará esperando al lector una frontera: La belleza.
María Elena López Ramírez a quien la autora dedica el libro, nuevamente ahora puede sentirse satisfecha: su hija, Virginia Hernández, le ofrece con esta obra, una prueba irrefutable mas de que le aprendió a imaginar sin miramientos.