lunes, 11 de febrero de 2008

Visita conyugal

por Miguel Angel Avilés


Elsa baja del camión entre pisadas, mal olor y apretujones. Lo hace por atrás; la lámina retorcida y vieja se abre chillando y ella desengancha su floreada y amplia falda que prendía del alambre de la puerta. Dos bolsas de mandado en una mano y una cartera de huevos en la otra la obligan a apearse de ladito. Sale del ruletero despeinada. Una cristalina línea de sudor baja del pegajoso cuello hasta el medio de sus senos.

Humberto deposita el hueso del último aguacate en la bolsa de la basura. Lo come apresurado con la carne machaca y las tortillas, se toma una Coca Cola de bote y eructa. Levanta el plato y lo lava. Agarra la toalla, se desviste, recorre la cortina de la bañera y se escucha el agua cuando cae sobre su cuerpo; Está tan fría que lo hace gritar. Sale secándose el cabello. El espacio huele a Vanart.

Elsa camina de prisa. Descuidada, mete su pie en un charco. El guardia la saluda y comentan entre penas y risas el percance. Llega a la puerta; ahí en la cola, se encuentra a la Matilde. Platican. El vigilante les pide sus nombres, las busca en la lista, no las encuentra. Toma el interfón y habla a la sala de guardia. Revisa de nuevo la hoja, tacha otros nombre y corrige; las deja pasar. Las señoras, contentas, siguen su marcha. Los demás vigilantes, sentados con el arma en las piernas, disfrutan viendo el amplio trasero de Matilde. Las otras mujeres esperan su turno.

Humberto abre el velis y saca la pasta dental, la unta al cepillo y lava sus dientes. Enjuaga su boca y ve que su encía sangra. Repite la acción y deja el vaso embarrado de pasta en la mesa. Se hinca en el piso y busca sus botas vaqueras bajo su cama, les quita el polvo con una calceta. Le aprietan pero aún así se las pone. Peina su escaso cabello y tiende la toalla en la cama. Desabrocha el segundo botón de su camisa. Roba la Stefano a un compañero de celda y rocía un poco en su pecho.

Elsa está en la revisión. En el pequeño camellón cercano a la entrada todas se forman desordenadamente y platican, batallan con sus bolsas de mandado, ríen, sudan, güichean, intercambian miradas a su ropa.

Humberto brinca y alcanza la cuilta que está en la última cama de cemento, la enrolla y con una cuerda la amarra, dejándole una agarradera. Le sacude las aspas al abanico. Agarra las dos cosas y sale de la celda. En el pasillo ve a los demás jugando voleibol. Camina y saluda con un espaldarazo al delegado del pabellón.

Elsa deja las bolsas de mandado en el mostrador. La celadora revisa el contenido. Las vacía una por una. Las zanahorias y el kilo de fríjol hicieron el uno-dos para aplastar el pay de queso. El traste de plástico escurre la grase del guisado. Suelta un olor cuando lo revuelve. Las moscas se juntan en las manchas de soda que hay en el piso. Toda la mercancía es sacada del lugar donde venía para ser supervisada y queda desparramada en lo ancho del mostrador. La celadora intercambia unas palabras con Elsa. Llevan tres años viéndose las caras.

Humberto está en la jardinera, caminó apurado y no quiso entretenerse con la raza. Ahora está con los demás esperando a que lo llamen. Abajo, junto a sus pies, las aspas del abanico se mueven con el viento. En sus manos tiene un barco de madera recién pintado al que le da los últimos retoques.

Elsa se desviste. Esto aún no deja de apenarla. Guarda silencio y agacha la cabeza. Acomoda su falda en una mesa. Enrojece. El guante de este mismo color recorre sus lugares. Está tibia. Una piel oscura esconde sus motivos. El tiempo se le hace eterno.

Humberto escucha su nombre. Trastabillando agarra sus cosas, se echa la cuilta al hombro y toma con cada una de sus manos. Le piden su ubicación de celda: 1-27. Con los demás hacen lo mismo. El lugar se llena de sombreros, botas, olor a Palmolive y Stefano. Un vigilante los conduce hacia donde están esperando. En la reja se arremolinan las respectivas sugerencias del resto de los internos para el momento en que estén ahí con ellas.

Elsa ya está en el cuarto, pinta sus labios y alborota sin detalle su cabello. Endereza su falda y se quita los zapatos. Entumecida, estira y afloja los dedos de sus pies; mientras los soba, recorre con su vista el cuarto. La cama, siempre dura, la mesa, el lavamanos y el reducido cuarto de baño no le quitan mucho tiempo al hacerlo.

Humberto llega con Elsa, deja sus cosas donde puede y la abraza. Se sientan en la cama, se besan. Ella se levanta, le trae una de las bolsas de mandado y le enseña los restos de lo que era un pay de queso. Sueltan la carcajada. Él toma un pedazo y le pregunta quién lo hizo. La responsable era su tía Carmelita. Luego sacan el resto del mandado y deciden comer.

Elsa le cuenta a Humberto que Darío –uno de sus hijos- ya empezó a ir a la escuela. Dice su maestra que es cohibido y tímido pero inteligente; eso sí, no le gusta ponerse el uniforme.

Humberto parece que ni la escucha, sus ojos están puestos en la abertura de su blusa. Los senos firmes de Elsa se asoman por el escote como dos conejos que quisieran ser atrapados. Humberto lo hace. Los toma en sus manos y se quejan, piden, huyen y éste va por ellos. Atraviesa toda la geografía de su cuerpo. Se atrapan. La selva es llana y ahí se quedan, la recorren. Van juntos, viajan solos hacia donde no está la cama siempre dura, el lavamanos, la mesa, los tres años atrás, el pay de queso, la celadora, la lámina retorcida y vieja.

Humberto y Elsa rompen paredes y barrotes, corren de prisa. Lo hacen cada vez más rápido, tiemblan hasta que juntos de desvanecen, fatigados, en espera de que la lluvia los despierte.

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